jueves, 4 de junio de 2020

Gregor, el carpintero viajero


 Gregor, carpintero, haciendo tareas básicas durante sus primeros meses en la India

 Si hay un oficio que se repite con cierta frecuencia entre mis amigos es el de carpintero. Mi propio abuelo, antes que librero, fue ebanista, y lo siguió siendo el resto de su vida, porque en una de las habitaciones de la trastienda tenía una gran mesa de carpintero donde hacía a ratos sus trabajos, entre los que figuraban todas las estanterías que había en la librería. Yo pienso que si volviera a nacer y me dieran a escoger un oficio, elegiría el de carpintero, aunque para ello necesitaría ser algo más mañoso de lo que ahora soy. Y no creo que nunca llegara a tener una carpintería-casi museo como la de Manolo, el carpintero de Villablino, ni su capacidad para materializar la belleza en madera.

  A Gregor le faltó poco para ser de la última remesa de viajeros que concluyeron viaje en Nepal después de atravesar Europa y Asia en una furgoneta Volkswagen Kombi, incluyendo aquel tranquilo Afganistán que ya difícilmente volverá. Gregor es muy joven para haber vivido el culmen de aquel trasiego, que empezó en los años 60 y empezó a decaer a finales de los setenta, cuando Kathmandu no era la capital mundial del alpinismo y el trekking aún.

   Antes que carpintero de la madera, Gregor comenzó con la carpintería metálica. Trabajaba a destajo durante muchos meses y luego, con su chica, se dedicaba a viajar por el mundo, a veces por un año entero. Como a mi amigo Oriol, otro viajero crónico que bien merece narración aparte, de los muchísimos países que visitó se quedó con uno, y solo uno: la India. Desde entonces, ni Oriol ni Gregor viajan a ningún otro país, salvo aledaños que forman parte del mismo entorno cultural y humano, como Nepal o Bangladesh. Yo le conocí en el otoño de 1994, en el inicio de los dos primeros años que pasó sin moverse de la India. Bueno, sí se desplazó brevemente alguna vez, como cuando fuimos juntos a Nepal a subir a un pico de seis mil metros.

 Gregor, a 4.200 metros, fin de la primera etapa hacia el Mera Peak, bajo el Zatr Og, el primer paso de montaña hacia el valle de Hinku. Entonces no había ni una sola edificación en todo el recorrido, salvo una gran cabaña de pastores el cuarto día. Ahora hay varios alojamientos en el fin de cada una de las etapas. La gran mochila negra es la mía, la misma que volvió a Nepal en 2019.


  Gregor había escalado algunos años, pero una caída en una grieta de la que no se veía el fondo en un glaciar del Zinalrothorn, un cuatromil de los Alpes suizos, y de la que salió por los pelos, le cortó la afición, temporalmente. Después de un retiro que hicimos juntos de diez días en silencio en la semana de más calor de 1995, y donde el total aislamiento mental daba para extraer muchos recuerdos olvidados y generar infinitos planes de futuro, surgió la idea de hacer algo común en el Himalaya. Unos días después me fui yo solo a Garhwal, con una mochila gigantesca, para hacer la travesía desde Gangotri a Badrinath, que se frustró por la llegada del monzón y la primera nevada en Gaumukh, donde brota el Ganges de una enorme cueva en el frente del glaciar, entre algunas de las montañas más impresionantes del mundo, como el Meru, el Shivling o el Bhagirati III, que parecían aún más colosales cuando surgían de imprevisto por entre las gigantescas nubes del monzón. Hubo que esperar tres meses, a que pasara la temporada de lluvias, para poder realizar los planes previstos.

 En el paso del Zatr Og, a 4.500 metros, con un sherpa de quince años que nos ayudó durante tres días a cargar el peso extra que habíamos adquirido en Lukla y que ya era imposible de añadir a las mochilas. Al fondo se ve el Cho Oyu (8.201 metros)


  Entre las posibilidades bajaradas figuraba ir al campo base del K2, en Pakistán. Gregor había estado poco tiempo antes en el noroeste del país, zona ahora vedada a extranjeros por la extrema peligrosidad. En la ciudad de Peshawar, ya en la frontera con Afganistán, hizo amistad con un lugareño, que le invitó a disparar su fusil de asalto kalashnikov (y lo hizo), como el que aquí te invitara a un vino. Pero pronto lo descartamos, porque según él, viajar por cuenta propia en Pakistán, en un grupo tan reducido, requiere de mucha energía y paciencia. Viniendo el consejo de alguien tan curtido como Gregor en viajes duros, era para tomarlo en consideración. Yo recordaba un libro llamado The Trekking Peaks of Nepal, una colección que entonces era de unas quince montañas, de entre 5.500 y 6.500 metros de altitud, que requerían de un permiso de ascensión muy económico, lejos de los importes que había que pagar para otras montañas de la misma altitud, pero a las que había que llevar ya un oficial de enlace -un militar que no hace nada más que cobrar, comer y vigilar que no subas otra montaña que no figure en tu permiso-. Le pedí el libro a mi madre, porque desde la India era muy complicado de conseguir, y junto con él, a través de mi amiga Marina, que regresaba a la India después de su primera tanda de seis meses, me lo envío junto con un par de crampones. El nombre de "picos de trekking" no correspondía en muchos casos a lo que se puede entender por ello, porque la mitad implicaba escalada técnica, en algunos casos de alta dificultad, y que requerían de material y un entrenamiento que nosotros no teníamos, además después de meses sin hacer nada de deporte. Coincidía que el más alto de los picos permitidos, el Mera Peak, de 6.654 metros según el gobierno nepalí, o de 6.475 según datos más fiables, no era difícil de ascender, y transcurría por un valle poco conocido y frecuentado. La apuesta fue por él.

 En el paso del Zatr Wala, a 4.600 metros, el último día de la expedición al Mera Peak. Nada indicaba que esa noche iban a caer nada menos que dos metros de nieve. En vez de hacer noche a 4.200 metros, que era lo lógico, yo insistí en seguir bajando hasta Lukla, adonde llegamos de madrugada. Eso nos salvó el pellejo. Las expediciones que aún seguían en el valle de Hinku tuvieron muchos muertos. Aparece bien narrado en un libro de Tom Simpson, Dark Shadows Falling (La Vertiente Oscura).


   Para unas semanas después de acabado el monzón, a primeros de octubre, habíamos fijado la fecha para desplazarnos a Nepal. Con tan mala suerte que cinco días antes enfermé, aún no sé de qué. Tras cuatro días en cama con 39,5º de fiebre llegó el día del viaje, que no me iba a perder por nada del mundo. Como pude caminé los kilómetros que separaban mi casa de la estación de tren, donde me esperaba Gregor. Venían con nosotros dos compañeras de trabajo, una española y una argentina, que querían conocer Nepal, aunque no vendrían de expedición a la montaña. Una noche de tren nos depositó cerca de la frontera de Nepal, donde según la guía Lonely Planet empezaba el trayecto en autobús más duro de todo el subcontinente indio, que unía Kakarbhitta con Kathmandu. Yo ya había hecho unos cuantos viajes en autobús por el Himalaya muy exigentes, pero efectivamente, ninguno como este, ni antes de después. En el libro recomendaban expresamente no viajar en los asientos de la mitad trasera del autobús, donde los miles de socavones de la carretera se notaban más, pero no había plazas en asientos delanteros para varios días, así que optamos por tomar el primer autobús, en la penúltima fila de asientos, en viaje nocturno. Ni que contar tiene que fue imposible dormir un solo minuto, porque cada pocos segundos los cráteres de la carretera nos hacían saltar varios centímetros del asiento. Así durante una noche entera. Me había bajado mucho la fiebre, pero las circunstancias no eran las mejores para recuperarse. Cuando llegué a Kathmandu y me miré al espejo, era hueso y piel básicamente lo que se reflejó.

 Permiso de ascensión al Mera Peak. Eran 200 dólares, hace veinticinco años, y si tenemos en cuenta la subida del coste de la vida es ahora más barato que entonces. De haber sido diez personas en vez de dos hubiera salido muy barato por cabeza. Luego descubrí que la agencia de trekking, Nepal Valley Trekking, un mes antes acababa de estafar a unos montañeros alemanes en el trekking del Kailash, incumpliendo muchos de los requisitos contratados por un alto importe. En nuestro caso el director de la agencia simplemente nos dijo lo que nosotros queríamos oír: que se podía ir sin un sirdar (guía) a hacer la expedición. Simplemente puso su nombre en el permiso y los problemas los encontramos después. No fue exactamente un timo pero nos mintió para que lo contratáramos con ellos; nosotros nos ahorramos un dineral al no tener que pagar el jornal del guía, su alojamiento y equipo de alta montaña y el dueño de la agencia le quitó un par de clientes a la competencia, que nos aseguraba que era imposible ir de expedición sin el guía obligatorio. En Nepal, si se viaja por cuenta propia, hay que asegurarse de que la agencia con la que se contrata un servicio tiene buenas referencias. Hoy en día hay muchos comentarios disponibles en internet, como por ejemplo en Trip Advisor.


   Después de varios días de gestiones, buscando por todo Kathmandu una agencia de trekking donde el sirdar (guía), que era obligatorio como acompañante para la expedición, no viniera con nosotros porque no teníamos presupuesto para pagarle sus honorarios, comida, alojamiento y equipo, dimos con uno que nos aseguró que no habría ningún problema en ir solos, simplemente figurando su firma en el permiso. Luego no fue así, porque a 5.000 metros, al pie de la montaña, un grupo de sirdars de las varias expediciones que había allí vinieron hacia nosotros y nos acusaron de que nuestra expedición era pirata. La sangre fría y el experimentado talante de Gregor, y sin necesidad siquiera de mostrar el permiso, resolvió la tensa situación, que afortunadamente no se volvió a repetir. El resto de la historia, de una expedición mucho más larga de lo habitual, por no poder pagar el avión o helicóptero a Lukla, y habernos ahorrado así una semana de caminata con una mochila de treinta kilos cada uno, sería demasiado largo para esta narración. Después de un mes en Nepal estábamos en Kathmandu de vuelta. Aprovechando que se me terminaba el visado indio había aprovechado este viaje para solicitar uno nuevo en la embajada india en Kathmandu, pero sucedió un imprevisto que trastocó mis planes e incluso me hizo dudar si podría siquiera volver a la India, donde tenía buena parte de mi equipaje. Resulta que la embajada india, harta de que muchísimos viajeros de bajo presupuesto estuvieran años sin fin en la India, simplemente renovando visado cada seis meses -no se puede renovar dentro de la India-, saliendo para ello unos días a países cercanos -sobre todo a Nepal, pero también a Sri Lanka, Tailandia e incluso a Bangladesh- decidió cortarles el suministro de visados, obligándoles así a volver a sus países, librándose de esta manera de un buen número de extranjeros que poco aportaban a la economía del país. En nuestro caso trabajábamos en la India como voluntarios intentando alargar los ahorros para poder estar el mayor tiempo posible en el país, pero al final el aporte que hacíamos a la economía india era igual de exiguo que los que estaban en la India por puro ocio. El problema era si en las embajadas de la India de los otros países vecinos estaban utilizando la misma política, pero aquello no había forma de saberlo en aquel momento. Como a Bangladesh no va prácticamente nadie para renovar el visado indio para retornar al país, aposté por esta opción, gastando una parte importante de mi escaso presupuesto en un vuelo de las líneas aéreas de Bangladesh (Biman), donde las filas de asientos -para liliputienses- estaban tan próximas que causaban claustrofobia. Allí sí logré visado, pero solo por tres meses, en vez de los seis que solicité, y tras un incómodo interrogatorio, como el que tuve también después en el aeropuerto indio donde aterricé, cuando vieron la multidud de visados indios y nepalíes que tenía acumulados en el pasaporte. Gregor no tenía problema con el visado, porque aún le duraba varios meses más y había partido para Pokhara, la segunda población de Nepal, mientras yo esperaba durante una semana entera mi vuelto a Dacca, una semana que me hizo detestar Kathmandu y donde aproveché para ir a trabajar de voluntario con unas monjas de la Madre Teresa de Calcuta junto a las piras funerarias de Pashupatinath y en dar largos recorridos en bicicleta por los alrededores de la ciudad por las tardes.

 El Renault 4 con el que Gregor vino a verme a España en 2001. Era el segundo 4 Latas que tenía consecutivo. El primer coche de mi padre fue también un Renault 4, pero de tres velocidades.


  El verano siguiente me encontraba en Suiza trabajando cuando Gregor regresó de la India a Alemania. Me ofreció trabajo con él, de ayudante de carpintero, y acepté sin rechistar. En esa época él había vuelto temporalmente a casa de sus padres, en un pueblo al pie de la Selva Negra, un lugar precioso que le haría a uno preguntarse cómo Gregor podía renegar de él, prefiriendo un lugar polvoriento, maloliente y atestado de gente en la India. Pero él en aquellos momentos estaba pensando en términos prácticos y lo práctico en ese momento era ponerse a trabajar en algo que le permitiera ahorrar lo suficiente para plantearse futuras estancias en la India, pero entre las posibilidades no quería que entrase Alemania. Sí, en cambio, Australia, que Gregor conocía bien y que le parecía un lugar idóneo para vivir. Pero no es fácil conseguir permiso de residencia o de trabajo allí. Plantean un baremo de puntuación por estudios, experiencia profesional e incluso edad. Con 35 años, Gregor estaba en el límite de un escalón de puntuación que en solo un año le haría perder los puntos suficientes como para poder optar al permiso de trabajo. Aun así, después de un arduo papeleo perdió la batalla y no le fue concedido el permiso. Saw Hua, su novia de Singapur que conoció trabajando en la India y con la que llevaba ya un año allí, estaba precisamente estudiando su segunda carrera en Australia, pero tuvo que volver desde allí directamente a Alemania, porque Gregor ya no podría ir más que como turista. Su vida de carpintero fue tocando a su fin poco a poco, porque había decidido ser enfermero y aunque iba haciendo algunos trabajos mientras estudiaba -en Alemania te pagan un pequeño sueldo mientras estudias la carrera de enfermería-, en cuando terminó, con dos niños muy pequeños, se fue con la familia a trabajar a Bangladesh durante dos años con una ONG. Desde entonces, durante veinte años, ha ido todos los años a la India, durante un mes como mínimo, siempre con sus tres hijos y su mujer.

 En el castillo de Heidelberg, en el año 2000, con su primer hijo

   Estos últimos meses, con el COVID-19, han sido duros para él, porque su trabajo se desarrolla con ancianos en Alemania. Su próximo viaje, este verano que entra, no será a la India, sino a Bangladesh, y no precisamente de vacaciones para desconectar, sino a trabajar de voluntario. Vocación de ayuda.


Gregor, con 59 años, en la actualidad

  

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