sábado, 13 de junio de 2020

Eric Newby



 Eric Newby, en el Hindu Kush


   Leyendo a Paul Brunton, viajero y orientalista británico, me surgió una sensación, más que reflexión, de que aquello que leía, que era como si le estuviera escuchando a él en persona contarlo, formaba parte de un pasado que solo existía ya en ese texto, a pesar de lo real que me resultaba. En alguna ocasión, leyendo a algún escritor difunto ya, sentí brevemente lo mismo, pero no con tanta intensidad ni claridad. Quizá porque Paul Brunton no falleció hace mucho y lo que narra es relativamente reciente.

  Me volvió a ocurrir de nuevo lo mismo, en esta ocasión con Eric Newby, otro británico del que llevo leídos dos libros seguidos y me encamino a por el tercero. De él dicen algunos que es el padre de la literatura de viajes moderna, nacida a raíz de su genial A Short Walk in the Hindu Kush, traducido hace tiempo como Una vuelta por el Hindu Kush -desconozco qué tal está la traducción y si mantiene el genial humor inglés de Newby- por Laertes, quizá la primera editorial de aquí que apostó de forma clara por un fondo de libros de literatura de viajes, muchos de los cuales ya están descatalogados.

 Según el propio Eric Newby, esta era su obra más querida

  Es evidente que si quien lo cuenta tiene gracia, atrapa con el texto y su desarrollo, y es capaz de trasladarnos perfectamente al lugar de los hechos narrados, la vivencia gana muchos enteros, aunque no sea de una gran espectacularidad o singularidad. Pero la genialidad es patrimonio de unos pocos, y a ella no podemos aspirar el resto de mortales, porque es algo que o se tiene o no, y no se puede trabajar. Pero todos los testimonios, sean cuales sean y cómo se cuenten, tienen valor. Muchos creen que sus experiencias vitales no interesan a nadie o carecen de interés como para hacer el mínimo esfuerzo en intentar transmitirlos. Millones de esas vicisitudes quedan enterradas para siempre con su vividor y nunca nadie tendrá acceso a ellas, perdiéndose un acervo cultural y humano valiosísimo.

  Ahora ya no queda casi nadie que haya vivido la Guerra Civil, habiendo tenido la edad suficiente entonces para ser conscientes de lo que estaba sucediendo a su alrededor. De la Primera Guerra Mundial ya no queda nadie y son ya muy pocos los que combatieron en la Segunda o los familiares que les esperaron en casa los que nos pueden contar algo. De esas tres guerras se ha escrito mucho, porque había demanda lectora, pero de tantísimas otras situaciones y experiencias individuales no la ha habido y los relatos, cuando han salido, se han circunscrito al ámbito familiar, del que en una generación ya no habrá transmisión, y si la hay, seguramente sufra del deterioro que la transmisión oral crea desde el minuto 0 de ser contada.

   Me viene frecuentemente a la mente el recuerdo de otro Eric, apellidado Gunstone, un escocés al que conocí cuando ya sufría un estadio avanzado de la enfermedad de Alzheimer. Los datos biográficos que tenía de él no vinieron de su boca, sino de otras personas que le conocían. Él ya no hubiera sido capaz de contarme sus vivencias en la Segunda Guerra Mundial, ni en qué regimiento o en cuál de los frentes -si en Francia, en el norte de África, en Italia o en Birmania- había combatido o si siquiera había llegado a disparar alguna vez. Tampoco él podía ya haberme dicho que el sistema fiscal actual de Escocia es en buena parte obra suya, de cuando volvió a la administración y recuperó su puesto previo a la guerra. Su hija, que vivía en España por entonces, quizá tampoco tenga muchos detalles, porque bien es sabido que a veces sabemos bien poco del pasado de personas a las que vemos con frecuencia. Y desde luego, casi nadie que haya estado en una guerra tiene ganas de hablar de ella, y muchos jamás emiten una sola palabra al respecto.

   Sí me contó brevemente su experiencia otro escocés, que tenía colgada en la pared de su habitación la foto de un destructor. En él había navegado por el Atlántico, y al oeste de África hundió un submarino alemán, el cual antes de irse a pique emergió para rendirse y salvar a su tripulación del fondo del mar. Me hubiera gustado preguntarle muchas más cosas, como dónde estaba y a qué se dedicaba cuando comenzó la guerra y lo llamaron a filas; o qué se sentía navegando por el infinito horizonte azul sin saber en qué momento un lobo gris alemán les iba a torpedear y mandarlos a criar coral; o cómo se adaptó a la vida civil tras más de cuatro años vestido de uniforme o si sufrió alguna vez de estrés postraumático, que antes llamaban básicamente cobardía.

 Mir Samir, la montaña de 5.800 metros que intentó ascender Eric Newby. La foto es de Wilfred Thesiger, el legendario explorador británico nacido en Abisinia, al que se encontraron al regreso de Nuristán, adonde también se dirigía Thesiger.


  Siempre me han fascinado las biografías, especialmente las de la gente ordinaria, aunque las biografías que se venden en nuestro país solo son de personajes de primera línea, que se han hecho un nombre con méritos propios o, más frecuentemente y tristemente en la actualidad, a base de caradura y exhibicionismo, y en el fondo bien poco de interés no morboso tienen que contar. Cada ser humano lleva consigo arrastras acumulado todo un universo, único, y no es necesario haber hecho grandes viajes ni haber realizado grandes proezas intelectuales, deportivas o culturales para que tengan un gran valor. Es más, la sencillez del que lo cuenta le añade un encanto a su historia que no tiene la que es contada por alguien brillante y enamorado de sí mismo y de sus logros.

   Eric Newby, título de esta entrada, fue uno de tantos de los que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, de la que muy pocos se escaparon en esa generación. En su primer libro que leí, A Short Walk in The Hindu Kush, no menciona apenas la guerra y si lo hace es de forma muy superficial, ni cuenta que había pasado nada menos que tres años en campos de concentración en la guerra, siendo capturado cuando volvía con cuatro compañeros de intentar dar un golpe de mano en un aeródromo alemán en Sicilia, para intentar aliviar la presión que iba a sufrir un gran convoy británico que intentaba a la desesperada llevar suministros y especialmente combustible a la ya casi insostenible defensa de la isla de Malta, que era la piedra en el zapato que impedía a Alemania pasear a sus anchas por el Mediterráneo y dominar, por tanto, el norte de África. De los catorce buques mercantes del convoy solo llegaron a Malta cinco, y de los nueve hundidos, cuatro lo fueron por los bombarderos que Eric Newby intentó destruir con su patrulla del SBS (Special Boat Service).

 Eric Newby, con su uniforme de teniente del ejército británico en la Segunda Guerra Mundial

   Eric no era un hombre belicista ni antes de la guerra ni durante ella ni después de terminada, aunque el haberse enrolado en una de las unidades de comandos del ejército británico lo pueda sugerir. Para descartarlo por completo, de su profunda humanidad es testigo otro de sus libros, Love and War in the Apennines, donde narra todo el proceso del intento de sabotaje al aeródromo alemán, su captura y el paso por dos campos de prisioneros en Italia. La caída momentánea de Mussolini en 1943 provocó que Italia saliera de la guerra y en el ínterin antes de que los alemanes ocuparan el país, todos los prisioneros de guerra fueron liberados, teniendo que organizar rápidamente la huida antes de fueran recapturados por los alemanes, que rápidamente pusieron precio a la cabeza de cada militar fugado. Durante unos meses, Eric Newby contó con la ayuda desinteresada de aldeanos de las estribaciones de los Apeninos al sur de Parma, entre los que conoció a la que luego fue su mujer, una eslovena que había sido desterrada con su familia a Italia tras la anexión del oeste de Eslovenia al caer el Imperio Austro-Húngaro en la Primera Guerra Mundial. El padre de la chica era maestro y Mussolini creyó conveniente alejar a la clase cultivada del país y recluirla en Italia para descabezar los incipientes brotes nacionalistas. Los italianos que ayudaron a Newby y sus compañeros apenas poseían nada, y aún así alimentaron y vistieron a los huidos, arriesgando su vida por ayudarles, algunos de ellos terminando en campos de exterminio por ello.

En este libro Eric Newby narra sus peripecias en Italia, con unas descripciones magistrales de los humildes aldeanos de los Apeninos que le ayudan en su breve periodo de libertad, en una narrativa llena de humanidad.

   Lo mejor del libro viene a la mitad, cuando Newby llega a las pobrísimas aldeas de las montañas, y comienza a retratar a los personajes que encuentra, uno por uno, con una maestría que igualaba e incluso mejoraba la de Ramón Carnicer o Casimiro Martinferre. Aún así, cuando le preguntaron a Newby cuál era su libro favorito no indicó este, que estaba escrito desde lo más profundo de su alma, sino A Short Walk in The Hindu Kush, su primera obra. En él narra un viaje sumamente chapucero e improvisado acompañado por un diplomático inglés, con la idea de escalar una montaña de 5.800 metros en Afganistán, cuando ninguno de los dos sabía escalar. Tras un curso exprés de unos días en las montañas de Gales para aprender los rudimentos partieron a una empresa que muchos escaladores con más experiencia no hubieran osado intentar. De nuevo lo más valioso del libro son sus personajes, nada menos que del pueblo más feroz y belicoso del planeta, y especialmente aquellos habitantes de Nuristán, una provincia a la que prácticamente ningún occidental había viajado, y eso que estamos hablando ya de 1958, por la siniestra fama que históricamente sus habitantes tenían, al que el resto de afganos consideraba una ralea de ladrones y asesinos. Por Nuristán quedan muchos vestigios étnicos de descendientes de las tropas de Alejandro Magno, con rostros claros, ojos verdes, abundantes pelirrojos, y rasgos que podrían ser perfectamente europeos en muchos casos, si eliminamos las poderosas barbas, la durísima mirada y los atuendos, entre los que figura un tipo de gorro, el pakol o pakul, que algunos consideran un claro heredero de la época de Alejandro.



Personajes actuales de Nuristán, de rasgos perfectamente europeos, descendientes de las tropas de Alejandro Magno. En 1958, cuando transcurre la expedición de Newby a Nuristán tras su intento al Mir Samir, él y su compañero eran los primeros occidentales que veían los habitantes del valle que recorrieron. En la primera foto el nuristani lleva el pakol o pakul, un gorro que también se usa en el noroccidente de Pakistán, y que algunos consideran que tiene su origen también en las tropas de Alejandro Magno.


   Eric Newby hace ya catorce años que no está, pero cuando leo sus palabras lo siento tan vivo como estaba en 1943 o en 1958. Sus textos le han hecho inmortal, o por lo menos esa parte de él que estuvo allí en las situaciones que nos cuenta. Estos días una de mis hijas cumplió catorce años. Yo me acuerdo perfectamente de lo que sentía a los catorce años y de algunas situaciones en uno de los años que considero bisagra en mi vida. Pero aunque intensamente, recuerdo solo algunas cosas sueltas y otras muchas han desaparecido de la superficie de mi mente, y es como si no hubieran sucedido nunca. Por eso mi consejo a mi hija fue: "escribe, aunque no sea mucho, de vez en cuando, tus vivencias, cómo las sientes, porque es la única forma de que queden para siempre; de lo contrario, la mayoría se perderá sin posibilidad de recuperarlas. Algún día agradecerás el haberlas escrito, como yo agradecería el haber tenido la ocurrencia de hacerlo". De nosotros en unas décadas se acordarán solo unas pocas personas, y para el resto del universo no habremos existido. Otras décadas más y ya no quedará nadie que recuerde cómo hablábamos, reíamos o lo que habíamos contado de nuestras alegrías y tristezas. Por eso es importante el testimonio, no por nosotros mismos, porque a las cenizas o los huesos lirondos les trae sin cuidado el aplauso o la crítica, sino porque igual que yo disfruto con las vivencias himaláyicas de Paul Brunton o con los personajes que nos pinta Newby, quizá lo que contemos, sea lo que sea, pueda ayudar a alguien en un futuro, o simplemente servirle para comprender una época y unas circunstancias que nunca va a poder conocer.




 

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