martes, 30 de junio de 2020

Montañas para el verano 4. Cuiña

 

   Subiendo el puerto de Ancares desde Tejedo podremos contemplar el más grandioso panorama de montaña de la sierra de Ancares, formado por su circo glaciar más importante, bajo el pico Cuiña y el Campanario y sobre un enorme bosque centenario de roble. Si tuviéramos que subir al Cuiña desde el fondo del valle llevaría su tiempo y su esfuerzo, pero desde el puerto de Ancares es poco más que un paseo, de los mejor aprovechados de la cordillera Cantábrica.


   En el piso superior glaciar del circo se encuentra la laguna de mayor tamaño de la sierra de Ancares, el Pozo Ferreira, y antes de llegar a ella hay un simpático refugio. Por el mismo precio se puede bajar al collado que separa el Cuiña del Campanario y subir a este último, pero eso ya es menos sencillo y no es apto para personas con vértigo. Al sur de estas dos cumbres tenemos a la vista la que es, sin duda, la montaña más brutal de la sierra, o por lo menos, su vertiente más salvaje: el Mustallar o la Mostayal. Al norte del puerto de Ancares, el Miravalles es una montaña un poco más baja que el Cuiña y de similar facilidad de subida, pero de trayecto más largo.


   Y por un poco más de kilometraje de coche sale a cuenta disfrutar de las pallozas de Balouta y sobre todo, de las más numerosas de Piornedo, que tiene también varios hórreos de teito o cubierta vegetal, una peculiaridad que solo se da en el occidente de la cordillera Cantábrica (Courel, Ancares, Ibias, Cangas del Narcea y Laciana).

 



   En el libro ANCARES EN COCHE Y A PIE, aparte de 14 rutas a pie por las dos vertientes de la sierra -la de León y la de Lugo- se desgranan historias, tradición, geografía, fantásticas fotografías y una descripción de los pueblos que se visitan en las diez rutas en coche que diseccionan Ancares. En el libro ANCARES Y BURBIA. UN VIAJE AL PASADO, se puede retroceder cuarenta años a unos valles cuyo paisaje permanece pero cuya alma humana se ha ido borrando con el despoblamiento y la desaparición de una forma de vida. El autor captó en sus viajes a la sierra esos últimos suspiros de otra época, de boca de sus habitantes, por medio de leyendas, narraciones, la toponimia de sus montañas -reflejada en los mapas y panorámicas que incluye el libro- y nos describe de forma nítida los personajes que encontró.
  

Foto 1. La Hoya de Ancares, al final del valle que da nombre a toda la sierra, se eleva el pico Cuiña, sobre el robledal centenario de Mortaldoso

Foto 2. En torno al puerto de Ancares es fácil encontrar rebaños de cabras montesas

Foto 3. Pequeño refugio frente al Cuiña

Foto 4. El Pozo Ferreira

Foto 5. Pico de la Mostayal o Mustallar


domingo, 28 de junio de 2020

Montañas para el verano 3. Peñalara

  

   Peñalara no solo es la cima más alta de la larguísima sierra de Guadarrama, sino también de Madrid y Segovia, con sus 2.428 metros. Sus rutas de ascenso son o varias muy largas o una relativamente corta. La más asequible es la que parte del Puerto de los Cotos o del Paular, que ya está a la nada despreciable altura de 1.830 metros, lo que supone otros seiscientos más hasta la cumbre y poco más de seis kilómetros de subida. Otras opciones supondrían el doble de desnivel y distancia, aunque aportan otros elementos de interés.
 
 
   La vertiente oriental de la montaña alberga tres circos glaciares, el más cóncavo de los cuales contiene la mayor laguna de todo el macizo, la Laguna Grande. Debido al incremento del número de visitantes con el paso de las décadas, algunas sendas han desaparecido al prohibirse su uso, debido al deterioro producido por el paso de tantos excursionistas. Tampoco es ya posible circular libremente, habiendo de ceñirse a las sendas establecidas para evitar más daños al ecosistema. Aún así, lo más interesante paisajísticamente ya se ve desde los circuitos permitidos.
 
 
   En fin de semana de buen tiempo conviene madrugar porque incluso el enorme aparcamiento del Puerto de los Cotos puede llenarse antes de las diez de la mañana. 


   Todas las rutas y aproximaciones posibles, con sus sendas y puntos más importantes, tanto las que parten de la vertiente segoviana como desde el valle del Lozoya, se pueden ver en SIERRA DE GUADARRAMA. MAPA EXCURSIONISTA Y TURÍSTICO 1:30.000, publicado por Calecha Ediciones.




Foto 1. La Laguna Grande de Peñalara es la de mayor tamaño de la sierra de Guadarrama. 

Foto 2. Lo más duro de la subida concluye en la primera de las dos montañas conocidas como Dos Hermanas. Luego el trayecto es muy llevadero hasta la cuesta final, breve, del propio pico de Peñalara.

Foto 3.  Las Cabezas de Hierro, segunda y tercera cima en altitud de la sierra de Guadarrama, vistas desde Dos Hermanas.

Foto 4. Refugio Zabala y Laguna Chica

Foto 5. Puerto de los Cotos



sábado, 27 de junio de 2020

Montañas para el verano 2. Maciédome



   De nombre rotundo, la Peña Maciédome, conocida en el mundo montañero con el abreviado nombre de Maciédome, a secas, tiene quizá la mejor silueta de las montañas del Parque Natural de Ponga, aunque para verla tengamos que subir hasta el límite con el siguiente parque natural, el de Redes. No llega a los dos mil metros de altitud, pero sin duda los montañeros que vean su imagen desearán subir a ella. Es un gran mirador para dominar el Parque Natural de Redes, el de Ponga y otras altas montañas hacia el este.


   Solo hay una ruta sencilla para ascender Maciédome, que es la que parte de Redes, con más de mil metros de desnivel. Desde Ponga hay dos opciones, que incluyen trepadas que no son difíciles pero totalmente vedadas a los que sufran de vértigo, aunque se puede incluir una variante subiendo desde Ponga y enlazando con la ruta normal, la de Redes, aunque hay que dar un pequeño rodeo. Por la ruta normal cualquiera con el fondo físico para superar el desnivel puede alcanzar su cumbre sin peligro ni bordeando precipicio alguno.



  - La ruta fácil aparece descrita con el número 16 en el libro de Calecha Ediciones sobre el PARQUE NATURAL DE REDES. 25 RUTAS A PIE.

  - La ruta más habitual desde Ponga aparece en el libro PARQUE NATURAL DE PONGA. 20 RUTAS A PIE, como número 9. Para aquellos que quieran subir desde Ponga sin asomarse a los abismos de la cara norte recorriendo la cresta, se ha realizado el descenso por la ruta fácil, de Redes, indicando los puntos clave con imágenes y explicaciones para los que la hagan en sentido contrario, de ascenso. La ruta desde Ponga es de orientación más compleja, a través de un bosque sin sendero definido, y supone más desnivel que la ruta que sube desde Redes. Eso sí, es un itinerario precioso de principio a fin.

Foto 1. El mejor perfil de la Peña Maciédome, desde la base del Tiatordos.
Foto 2. La cresta, que se puede evitar por la ruta normal, que sube desde el Parque Natural de Redes.
Foto 3. Los bosques de Ponga que faldean por la cara este de la montaña son magníficos, pero los que vemos enfrente mirando hacia el interior de Redes son una fotocopia de las inmensas forestas de Muniellos.

miércoles, 24 de junio de 2020

Montañas para el verano 1. Peña Cefera

 

   Peña Cefera quizá sea la montaña más grandiosa de la comarca leonesa de Omaña, con su rocosa pared nordeste y su circo glaciar, cerca del cual está el principal conjunto de lagunas de Omaña, los Llaos de Baucín.


   Su ascenso es muy sencillo técnicamente, porque la loma que lleva a la cumbre no supone ninguna dificultad ni peligro. El desnivel a salvar desde Omaña no es muy grande, debido a que los pueblos de los que se parte ya están en torno a los 1.300 metros de altitud. Mayor es el desnivel y la distancia desde el Bierzo, porque aunque todas las laderas de la montaña quedan en Omaña, hay una interesantísima ruta que parte de Tremor de Arriba y corona tanto Peña Cefera como el más alto Fernán Pérez. Más corta e igual de interesante es la subida desde Colinas del Campo, que nos llevará a la mayor hoya glaciar de Omaña, Campo, llamada por los de fuera Campo de Martín Moro o de Santiago, donde hay una ermita en honor a este santo.



   Hay un libro de Calecha Ediciones para cada una de las rutas descritas, aunque en una de ellas habría que combinar dos de los libros. Todas las rutas se pueden seguir fácilmente en el mapa excursionista y turístico de Omaña.



- Peña Cefera desde Vegapujín, que es la ruta nº 9 del libro OMAÑA. 40 RUTAS A PIE.
- Peña Cefera desde Fasgar. No figura exactamente así en el libro OMAÑA. 40 RUTAS A PIE, sino que realizando la ruta nº 8, a Fernán Pérez, enlazar con la cumbre de Peña Cefera lleva pocos minutos.
- Peña Cefera desde Tremor de Arriba. Es la ruta nº 49 del libro EL BIERZO. 50 RUTAS A PIE.
- Peña Cefera desde Colinas del Campo. En el libro ALTO SIL. VOLUMEN 2, que incluía algunas rutas de áreas limítrofes, aparece el itinerario a Campo de Martín Moro, desde donde se enlazaría en el collado de Campo con la ruta a Fernán Pérez que sube desde Fasgar.



Foto 1. Peña Cefera y, a su derecha, la sierra de Fernán Pérez, en otoño
Foto 2. Invierno en las mismas dos montañas
Foto 3. Los Llaos de Baucín, antiguos depósitos de agua romanos para las explotaciones de oro del Valle Gordo
Foto 4. Ladera de Peña Cefera que cae sobre los Llaos de Baucín
Foto 5. Peña Cefera y Fernán Pérez (la loma alargada que hay detrás) desde la sierra de las Tiendas




sábado, 13 de junio de 2020

Eric Newby



 Eric Newby, en el Hindu Kush


   Leyendo a Paul Brunton, viajero y orientalista británico, me surgió una sensación, más que reflexión, de que aquello que leía, que era como si le estuviera escuchando a él en persona contarlo, formaba parte de un pasado que solo existía ya en ese texto, a pesar de lo real que me resultaba. En alguna ocasión, leyendo a algún escritor difunto ya, sentí brevemente lo mismo, pero no con tanta intensidad ni claridad. Quizá porque Paul Brunton no falleció hace mucho y lo que narra es relativamente reciente.

  Me volvió a ocurrir de nuevo lo mismo, en esta ocasión con Eric Newby, otro británico del que llevo leídos dos libros seguidos y me encamino a por el tercero. De él dicen algunos que es el padre de la literatura de viajes moderna, nacida a raíz de su genial A Short Walk in the Hindu Kush, traducido hace tiempo como Una vuelta por el Hindu Kush -desconozco qué tal está la traducción y si mantiene el genial humor inglés de Newby- por Laertes, quizá la primera editorial de aquí que apostó de forma clara por un fondo de libros de literatura de viajes, muchos de los cuales ya están descatalogados.

 Según el propio Eric Newby, esta era su obra más querida

  Es evidente que si quien lo cuenta tiene gracia, atrapa con el texto y su desarrollo, y es capaz de trasladarnos perfectamente al lugar de los hechos narrados, la vivencia gana muchos enteros, aunque no sea de una gran espectacularidad o singularidad. Pero la genialidad es patrimonio de unos pocos, y a ella no podemos aspirar el resto de mortales, porque es algo que o se tiene o no, y no se puede trabajar. Pero todos los testimonios, sean cuales sean y cómo se cuenten, tienen valor. Muchos creen que sus experiencias vitales no interesan a nadie o carecen de interés como para hacer el mínimo esfuerzo en intentar transmitirlos. Millones de esas vicisitudes quedan enterradas para siempre con su vividor y nunca nadie tendrá acceso a ellas, perdiéndose un acervo cultural y humano valiosísimo.

  Ahora ya no queda casi nadie que haya vivido la Guerra Civil, habiendo tenido la edad suficiente entonces para ser conscientes de lo que estaba sucediendo a su alrededor. De la Primera Guerra Mundial ya no queda nadie y son ya muy pocos los que combatieron en la Segunda o los familiares que les esperaron en casa los que nos pueden contar algo. De esas tres guerras se ha escrito mucho, porque había demanda lectora, pero de tantísimas otras situaciones y experiencias individuales no la ha habido y los relatos, cuando han salido, se han circunscrito al ámbito familiar, del que en una generación ya no habrá transmisión, y si la hay, seguramente sufra del deterioro que la transmisión oral crea desde el minuto 0 de ser contada.

   Me viene frecuentemente a la mente el recuerdo de otro Eric, apellidado Gunstone, un escocés al que conocí cuando ya sufría un estadio avanzado de la enfermedad de Alzheimer. Los datos biográficos que tenía de él no vinieron de su boca, sino de otras personas que le conocían. Él ya no hubiera sido capaz de contarme sus vivencias en la Segunda Guerra Mundial, ni en qué regimiento o en cuál de los frentes -si en Francia, en el norte de África, en Italia o en Birmania- había combatido o si siquiera había llegado a disparar alguna vez. Tampoco él podía ya haberme dicho que el sistema fiscal actual de Escocia es en buena parte obra suya, de cuando volvió a la administración y recuperó su puesto previo a la guerra. Su hija, que vivía en España por entonces, quizá tampoco tenga muchos detalles, porque bien es sabido que a veces sabemos bien poco del pasado de personas a las que vemos con frecuencia. Y desde luego, casi nadie que haya estado en una guerra tiene ganas de hablar de ella, y muchos jamás emiten una sola palabra al respecto.

   Sí me contó brevemente su experiencia otro escocés, que tenía colgada en la pared de su habitación la foto de un destructor. En él había navegado por el Atlántico, y al oeste de África hundió un submarino alemán, el cual antes de irse a pique emergió para rendirse y salvar a su tripulación del fondo del mar. Me hubiera gustado preguntarle muchas más cosas, como dónde estaba y a qué se dedicaba cuando comenzó la guerra y lo llamaron a filas; o qué se sentía navegando por el infinito horizonte azul sin saber en qué momento un lobo gris alemán les iba a torpedear y mandarlos a criar coral; o cómo se adaptó a la vida civil tras más de cuatro años vestido de uniforme o si sufrió alguna vez de estrés postraumático, que antes llamaban básicamente cobardía.

 Mir Samir, la montaña de 5.800 metros que intentó ascender Eric Newby. La foto es de Wilfred Thesiger, el legendario explorador británico nacido en Abisinia, al que se encontraron al regreso de Nuristán, adonde también se dirigía Thesiger.


  Siempre me han fascinado las biografías, especialmente las de la gente ordinaria, aunque las biografías que se venden en nuestro país solo son de personajes de primera línea, que se han hecho un nombre con méritos propios o, más frecuentemente y tristemente en la actualidad, a base de caradura y exhibicionismo, y en el fondo bien poco de interés no morboso tienen que contar. Cada ser humano lleva consigo arrastras acumulado todo un universo, único, y no es necesario haber hecho grandes viajes ni haber realizado grandes proezas intelectuales, deportivas o culturales para que tengan un gran valor. Es más, la sencillez del que lo cuenta le añade un encanto a su historia que no tiene la que es contada por alguien brillante y enamorado de sí mismo y de sus logros.

   Eric Newby, título de esta entrada, fue uno de tantos de los que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, de la que muy pocos se escaparon en esa generación. En su primer libro que leí, A Short Walk in The Hindu Kush, no menciona apenas la guerra y si lo hace es de forma muy superficial, ni cuenta que había pasado nada menos que tres años en campos de concentración en la guerra, siendo capturado cuando volvía con cuatro compañeros de intentar dar un golpe de mano en un aeródromo alemán en Sicilia, para intentar aliviar la presión que iba a sufrir un gran convoy británico que intentaba a la desesperada llevar suministros y especialmente combustible a la ya casi insostenible defensa de la isla de Malta, que era la piedra en el zapato que impedía a Alemania pasear a sus anchas por el Mediterráneo y dominar, por tanto, el norte de África. De los catorce buques mercantes del convoy solo llegaron a Malta cinco, y de los nueve hundidos, cuatro lo fueron por los bombarderos que Eric Newby intentó destruir con su patrulla del SBS (Special Boat Service).

 Eric Newby, con su uniforme de teniente del ejército británico en la Segunda Guerra Mundial

   Eric no era un hombre belicista ni antes de la guerra ni durante ella ni después de terminada, aunque el haberse enrolado en una de las unidades de comandos del ejército británico lo pueda sugerir. Para descartarlo por completo, de su profunda humanidad es testigo otro de sus libros, Love and War in the Apennines, donde narra todo el proceso del intento de sabotaje al aeródromo alemán, su captura y el paso por dos campos de prisioneros en Italia. La caída momentánea de Mussolini en 1943 provocó que Italia saliera de la guerra y en el ínterin antes de que los alemanes ocuparan el país, todos los prisioneros de guerra fueron liberados, teniendo que organizar rápidamente la huida antes de fueran recapturados por los alemanes, que rápidamente pusieron precio a la cabeza de cada militar fugado. Durante unos meses, Eric Newby contó con la ayuda desinteresada de aldeanos de las estribaciones de los Apeninos al sur de Parma, entre los que conoció a la que luego fue su mujer, una eslovena que había sido desterrada con su familia a Italia tras la anexión del oeste de Eslovenia al caer el Imperio Austro-Húngaro en la Primera Guerra Mundial. El padre de la chica era maestro y Mussolini creyó conveniente alejar a la clase cultivada del país y recluirla en Italia para descabezar los incipientes brotes nacionalistas. Los italianos que ayudaron a Newby y sus compañeros apenas poseían nada, y aún así alimentaron y vistieron a los huidos, arriesgando su vida por ayudarles, algunos de ellos terminando en campos de exterminio por ello.

En este libro Eric Newby narra sus peripecias en Italia, con unas descripciones magistrales de los humildes aldeanos de los Apeninos que le ayudan en su breve periodo de libertad, en una narrativa llena de humanidad.

   Lo mejor del libro viene a la mitad, cuando Newby llega a las pobrísimas aldeas de las montañas, y comienza a retratar a los personajes que encuentra, uno por uno, con una maestría que igualaba e incluso mejoraba la de Ramón Carnicer o Casimiro Martinferre. Aún así, cuando le preguntaron a Newby cuál era su libro favorito no indicó este, que estaba escrito desde lo más profundo de su alma, sino A Short Walk in The Hindu Kush, su primera obra. En él narra un viaje sumamente chapucero e improvisado acompañado por un diplomático inglés, con la idea de escalar una montaña de 5.800 metros en Afganistán, cuando ninguno de los dos sabía escalar. Tras un curso exprés de unos días en las montañas de Gales para aprender los rudimentos partieron a una empresa que muchos escaladores con más experiencia no hubieran osado intentar. De nuevo lo más valioso del libro son sus personajes, nada menos que del pueblo más feroz y belicoso del planeta, y especialmente aquellos habitantes de Nuristán, una provincia a la que prácticamente ningún occidental había viajado, y eso que estamos hablando ya de 1958, por la siniestra fama que históricamente sus habitantes tenían, al que el resto de afganos consideraba una ralea de ladrones y asesinos. Por Nuristán quedan muchos vestigios étnicos de descendientes de las tropas de Alejandro Magno, con rostros claros, ojos verdes, abundantes pelirrojos, y rasgos que podrían ser perfectamente europeos en muchos casos, si eliminamos las poderosas barbas, la durísima mirada y los atuendos, entre los que figura un tipo de gorro, el pakol o pakul, que algunos consideran un claro heredero de la época de Alejandro.



Personajes actuales de Nuristán, de rasgos perfectamente europeos, descendientes de las tropas de Alejandro Magno. En 1958, cuando transcurre la expedición de Newby a Nuristán tras su intento al Mir Samir, él y su compañero eran los primeros occidentales que veían los habitantes del valle que recorrieron. En la primera foto el nuristani lleva el pakol o pakul, un gorro que también se usa en el noroccidente de Pakistán, y que algunos consideran que tiene su origen también en las tropas de Alejandro Magno.


   Eric Newby hace ya catorce años que no está, pero cuando leo sus palabras lo siento tan vivo como estaba en 1943 o en 1958. Sus textos le han hecho inmortal, o por lo menos esa parte de él que estuvo allí en las situaciones que nos cuenta. Estos días una de mis hijas cumplió catorce años. Yo me acuerdo perfectamente de lo que sentía a los catorce años y de algunas situaciones en uno de los años que considero bisagra en mi vida. Pero aunque intensamente, recuerdo solo algunas cosas sueltas y otras muchas han desaparecido de la superficie de mi mente, y es como si no hubieran sucedido nunca. Por eso mi consejo a mi hija fue: "escribe, aunque no sea mucho, de vez en cuando, tus vivencias, cómo las sientes, porque es la única forma de que queden para siempre; de lo contrario, la mayoría se perderá sin posibilidad de recuperarlas. Algún día agradecerás el haberlas escrito, como yo agradecería el haber tenido la ocurrencia de hacerlo". De nosotros en unas décadas se acordarán solo unas pocas personas, y para el resto del universo no habremos existido. Otras décadas más y ya no quedará nadie que recuerde cómo hablábamos, reíamos o lo que habíamos contado de nuestras alegrías y tristezas. Por eso es importante el testimonio, no por nosotros mismos, porque a las cenizas o los huesos lirondos les trae sin cuidado el aplauso o la crítica, sino porque igual que yo disfruto con las vivencias himaláyicas de Paul Brunton o con los personajes que nos pinta Newby, quizá lo que contemos, sea lo que sea, pueda ayudar a alguien en un futuro, o simplemente servirle para comprender una época y unas circunstancias que nunca va a poder conocer.




 

jueves, 4 de junio de 2020

Gregor, el carpintero viajero


 Gregor, carpintero, haciendo tareas básicas durante sus primeros meses en la India

 Si hay un oficio que se repite con cierta frecuencia entre mis amigos es el de carpintero. Mi propio abuelo, antes que librero, fue ebanista, y lo siguió siendo el resto de su vida, porque en una de las habitaciones de la trastienda tenía una gran mesa de carpintero donde hacía a ratos sus trabajos, entre los que figuraban todas las estanterías que había en la librería. Yo pienso que si volviera a nacer y me dieran a escoger un oficio, elegiría el de carpintero, aunque para ello necesitaría ser algo más mañoso de lo que ahora soy. Y no creo que nunca llegara a tener una carpintería-casi museo como la de Manolo, el carpintero de Villablino, ni su capacidad para materializar la belleza en madera.

  A Gregor le faltó poco para ser de la última remesa de viajeros que concluyeron viaje en Nepal después de atravesar Europa y Asia en una furgoneta Volkswagen Kombi, incluyendo aquel tranquilo Afganistán que ya difícilmente volverá. Gregor es muy joven para haber vivido el culmen de aquel trasiego, que empezó en los años 60 y empezó a decaer a finales de los setenta, cuando Kathmandu no era la capital mundial del alpinismo y el trekking aún.

   Antes que carpintero de la madera, Gregor comenzó con la carpintería metálica. Trabajaba a destajo durante muchos meses y luego, con su chica, se dedicaba a viajar por el mundo, a veces por un año entero. Como a mi amigo Oriol, otro viajero crónico que bien merece narración aparte, de los muchísimos países que visitó se quedó con uno, y solo uno: la India. Desde entonces, ni Oriol ni Gregor viajan a ningún otro país, salvo aledaños que forman parte del mismo entorno cultural y humano, como Nepal o Bangladesh. Yo le conocí en el otoño de 1994, en el inicio de los dos primeros años que pasó sin moverse de la India. Bueno, sí se desplazó brevemente alguna vez, como cuando fuimos juntos a Nepal a subir a un pico de seis mil metros.

 Gregor, a 4.200 metros, fin de la primera etapa hacia el Mera Peak, bajo el Zatr Og, el primer paso de montaña hacia el valle de Hinku. Entonces no había ni una sola edificación en todo el recorrido, salvo una gran cabaña de pastores el cuarto día. Ahora hay varios alojamientos en el fin de cada una de las etapas. La gran mochila negra es la mía, la misma que volvió a Nepal en 2019.


  Gregor había escalado algunos años, pero una caída en una grieta de la que no se veía el fondo en un glaciar del Zinalrothorn, un cuatromil de los Alpes suizos, y de la que salió por los pelos, le cortó la afición, temporalmente. Después de un retiro que hicimos juntos de diez días en silencio en la semana de más calor de 1995, y donde el total aislamiento mental daba para extraer muchos recuerdos olvidados y generar infinitos planes de futuro, surgió la idea de hacer algo común en el Himalaya. Unos días después me fui yo solo a Garhwal, con una mochila gigantesca, para hacer la travesía desde Gangotri a Badrinath, que se frustró por la llegada del monzón y la primera nevada en Gaumukh, donde brota el Ganges de una enorme cueva en el frente del glaciar, entre algunas de las montañas más impresionantes del mundo, como el Meru, el Shivling o el Bhagirati III, que parecían aún más colosales cuando surgían de imprevisto por entre las gigantescas nubes del monzón. Hubo que esperar tres meses, a que pasara la temporada de lluvias, para poder realizar los planes previstos.

 En el paso del Zatr Og, a 4.500 metros, con un sherpa de quince años que nos ayudó durante tres días a cargar el peso extra que habíamos adquirido en Lukla y que ya era imposible de añadir a las mochilas. Al fondo se ve el Cho Oyu (8.201 metros)


  Entre las posibilidades bajaradas figuraba ir al campo base del K2, en Pakistán. Gregor había estado poco tiempo antes en el noroeste del país, zona ahora vedada a extranjeros por la extrema peligrosidad. En la ciudad de Peshawar, ya en la frontera con Afganistán, hizo amistad con un lugareño, que le invitó a disparar su fusil de asalto kalashnikov (y lo hizo), como el que aquí te invitara a un vino. Pero pronto lo descartamos, porque según él, viajar por cuenta propia en Pakistán, en un grupo tan reducido, requiere de mucha energía y paciencia. Viniendo el consejo de alguien tan curtido como Gregor en viajes duros, era para tomarlo en consideración. Yo recordaba un libro llamado The Trekking Peaks of Nepal, una colección que entonces era de unas quince montañas, de entre 5.500 y 6.500 metros de altitud, que requerían de un permiso de ascensión muy económico, lejos de los importes que había que pagar para otras montañas de la misma altitud, pero a las que había que llevar ya un oficial de enlace -un militar que no hace nada más que cobrar, comer y vigilar que no subas otra montaña que no figure en tu permiso-. Le pedí el libro a mi madre, porque desde la India era muy complicado de conseguir, y junto con él, a través de mi amiga Marina, que regresaba a la India después de su primera tanda de seis meses, me lo envío junto con un par de crampones. El nombre de "picos de trekking" no correspondía en muchos casos a lo que se puede entender por ello, porque la mitad implicaba escalada técnica, en algunos casos de alta dificultad, y que requerían de material y un entrenamiento que nosotros no teníamos, además después de meses sin hacer nada de deporte. Coincidía que el más alto de los picos permitidos, el Mera Peak, de 6.654 metros según el gobierno nepalí, o de 6.475 según datos más fiables, no era difícil de ascender, y transcurría por un valle poco conocido y frecuentado. La apuesta fue por él.

 En el paso del Zatr Wala, a 4.600 metros, el último día de la expedición al Mera Peak. Nada indicaba que esa noche iban a caer nada menos que dos metros de nieve. En vez de hacer noche a 4.200 metros, que era lo lógico, yo insistí en seguir bajando hasta Lukla, adonde llegamos de madrugada. Eso nos salvó el pellejo. Las expediciones que aún seguían en el valle de Hinku tuvieron muchos muertos. Aparece bien narrado en un libro de Tom Simpson, Dark Shadows Falling (La Vertiente Oscura).


   Para unas semanas después de acabado el monzón, a primeros de octubre, habíamos fijado la fecha para desplazarnos a Nepal. Con tan mala suerte que cinco días antes enfermé, aún no sé de qué. Tras cuatro días en cama con 39,5º de fiebre llegó el día del viaje, que no me iba a perder por nada del mundo. Como pude caminé los kilómetros que separaban mi casa de la estación de tren, donde me esperaba Gregor. Venían con nosotros dos compañeras de trabajo, una española y una argentina, que querían conocer Nepal, aunque no vendrían de expedición a la montaña. Una noche de tren nos depositó cerca de la frontera de Nepal, donde según la guía Lonely Planet empezaba el trayecto en autobús más duro de todo el subcontinente indio, que unía Kakarbhitta con Kathmandu. Yo ya había hecho unos cuantos viajes en autobús por el Himalaya muy exigentes, pero efectivamente, ninguno como este, ni antes de después. En el libro recomendaban expresamente no viajar en los asientos de la mitad trasera del autobús, donde los miles de socavones de la carretera se notaban más, pero no había plazas en asientos delanteros para varios días, así que optamos por tomar el primer autobús, en la penúltima fila de asientos, en viaje nocturno. Ni que contar tiene que fue imposible dormir un solo minuto, porque cada pocos segundos los cráteres de la carretera nos hacían saltar varios centímetros del asiento. Así durante una noche entera. Me había bajado mucho la fiebre, pero las circunstancias no eran las mejores para recuperarse. Cuando llegué a Kathmandu y me miré al espejo, era hueso y piel básicamente lo que se reflejó.

 Permiso de ascensión al Mera Peak. Eran 200 dólares, hace veinticinco años, y si tenemos en cuenta la subida del coste de la vida es ahora más barato que entonces. De haber sido diez personas en vez de dos hubiera salido muy barato por cabeza. Luego descubrí que la agencia de trekking, Nepal Valley Trekking, un mes antes acababa de estafar a unos montañeros alemanes en el trekking del Kailash, incumpliendo muchos de los requisitos contratados por un alto importe. En nuestro caso el director de la agencia simplemente nos dijo lo que nosotros queríamos oír: que se podía ir sin un sirdar (guía) a hacer la expedición. Simplemente puso su nombre en el permiso y los problemas los encontramos después. No fue exactamente un timo pero nos mintió para que lo contratáramos con ellos; nosotros nos ahorramos un dineral al no tener que pagar el jornal del guía, su alojamiento y equipo de alta montaña y el dueño de la agencia le quitó un par de clientes a la competencia, que nos aseguraba que era imposible ir de expedición sin el guía obligatorio. En Nepal, si se viaja por cuenta propia, hay que asegurarse de que la agencia con la que se contrata un servicio tiene buenas referencias. Hoy en día hay muchos comentarios disponibles en internet, como por ejemplo en Trip Advisor.


   Después de varios días de gestiones, buscando por todo Kathmandu una agencia de trekking donde el sirdar (guía), que era obligatorio como acompañante para la expedición, no viniera con nosotros porque no teníamos presupuesto para pagarle sus honorarios, comida, alojamiento y equipo, dimos con uno que nos aseguró que no habría ningún problema en ir solos, simplemente figurando su firma en el permiso. Luego no fue así, porque a 5.000 metros, al pie de la montaña, un grupo de sirdars de las varias expediciones que había allí vinieron hacia nosotros y nos acusaron de que nuestra expedición era pirata. La sangre fría y el experimentado talante de Gregor, y sin necesidad siquiera de mostrar el permiso, resolvió la tensa situación, que afortunadamente no se volvió a repetir. El resto de la historia, de una expedición mucho más larga de lo habitual, por no poder pagar el avión o helicóptero a Lukla, y habernos ahorrado así una semana de caminata con una mochila de treinta kilos cada uno, sería demasiado largo para esta narración. Después de un mes en Nepal estábamos en Kathmandu de vuelta. Aprovechando que se me terminaba el visado indio había aprovechado este viaje para solicitar uno nuevo en la embajada india en Kathmandu, pero sucedió un imprevisto que trastocó mis planes e incluso me hizo dudar si podría siquiera volver a la India, donde tenía buena parte de mi equipaje. Resulta que la embajada india, harta de que muchísimos viajeros de bajo presupuesto estuvieran años sin fin en la India, simplemente renovando visado cada seis meses -no se puede renovar dentro de la India-, saliendo para ello unos días a países cercanos -sobre todo a Nepal, pero también a Sri Lanka, Tailandia e incluso a Bangladesh- decidió cortarles el suministro de visados, obligándoles así a volver a sus países, librándose de esta manera de un buen número de extranjeros que poco aportaban a la economía del país. En nuestro caso trabajábamos en la India como voluntarios intentando alargar los ahorros para poder estar el mayor tiempo posible en el país, pero al final el aporte que hacíamos a la economía india era igual de exiguo que los que estaban en la India por puro ocio. El problema era si en las embajadas de la India de los otros países vecinos estaban utilizando la misma política, pero aquello no había forma de saberlo en aquel momento. Como a Bangladesh no va prácticamente nadie para renovar el visado indio para retornar al país, aposté por esta opción, gastando una parte importante de mi escaso presupuesto en un vuelo de las líneas aéreas de Bangladesh (Biman), donde las filas de asientos -para liliputienses- estaban tan próximas que causaban claustrofobia. Allí sí logré visado, pero solo por tres meses, en vez de los seis que solicité, y tras un incómodo interrogatorio, como el que tuve también después en el aeropuerto indio donde aterricé, cuando vieron la multidud de visados indios y nepalíes que tenía acumulados en el pasaporte. Gregor no tenía problema con el visado, porque aún le duraba varios meses más y había partido para Pokhara, la segunda población de Nepal, mientras yo esperaba durante una semana entera mi vuelto a Dacca, una semana que me hizo detestar Kathmandu y donde aproveché para ir a trabajar de voluntario con unas monjas de la Madre Teresa de Calcuta junto a las piras funerarias de Pashupatinath y en dar largos recorridos en bicicleta por los alrededores de la ciudad por las tardes.

 El Renault 4 con el que Gregor vino a verme a España en 2001. Era el segundo 4 Latas que tenía consecutivo. El primer coche de mi padre fue también un Renault 4, pero de tres velocidades.


  El verano siguiente me encontraba en Suiza trabajando cuando Gregor regresó de la India a Alemania. Me ofreció trabajo con él, de ayudante de carpintero, y acepté sin rechistar. En esa época él había vuelto temporalmente a casa de sus padres, en un pueblo al pie de la Selva Negra, un lugar precioso que le haría a uno preguntarse cómo Gregor podía renegar de él, prefiriendo un lugar polvoriento, maloliente y atestado de gente en la India. Pero él en aquellos momentos estaba pensando en términos prácticos y lo práctico en ese momento era ponerse a trabajar en algo que le permitiera ahorrar lo suficiente para plantearse futuras estancias en la India, pero entre las posibilidades no quería que entrase Alemania. Sí, en cambio, Australia, que Gregor conocía bien y que le parecía un lugar idóneo para vivir. Pero no es fácil conseguir permiso de residencia o de trabajo allí. Plantean un baremo de puntuación por estudios, experiencia profesional e incluso edad. Con 35 años, Gregor estaba en el límite de un escalón de puntuación que en solo un año le haría perder los puntos suficientes como para poder optar al permiso de trabajo. Aun así, después de un arduo papeleo perdió la batalla y no le fue concedido el permiso. Saw Hua, su novia de Singapur que conoció trabajando en la India y con la que llevaba ya un año allí, estaba precisamente estudiando su segunda carrera en Australia, pero tuvo que volver desde allí directamente a Alemania, porque Gregor ya no podría ir más que como turista. Su vida de carpintero fue tocando a su fin poco a poco, porque había decidido ser enfermero y aunque iba haciendo algunos trabajos mientras estudiaba -en Alemania te pagan un pequeño sueldo mientras estudias la carrera de enfermería-, en cuando terminó, con dos niños muy pequeños, se fue con la familia a trabajar a Bangladesh durante dos años con una ONG. Desde entonces, durante veinte años, ha ido todos los años a la India, durante un mes como mínimo, siempre con sus tres hijos y su mujer.

 En el castillo de Heidelberg, en el año 2000, con su primer hijo

   Estos últimos meses, con el COVID-19, han sido duros para él, porque su trabajo se desarrolla con ancianos en Alemania. Su próximo viaje, este verano que entra, no será a la India, sino a Bangladesh, y no precisamente de vacaciones para desconectar, sino a trabajar de voluntario. Vocación de ayuda.


Gregor, con 59 años, en la actualidad