Quizá porque no tengo animales de corral y, por tanto, no corro ningún riesgo con las expediciones de caza del raposo, es éste un animal que me resulta grato ver y encontrar. En muchas ocasiones, cuando he tenido espacio próximo donde aparcar y el bicho no estaba muy destripado tras un atropello, he parado el coche para poder verlo a corta distancia, algo que nunca voy a poder hacer mientras el animal ande vivo. Una vez, recién amanecido, incluso estaba aún caliente. Siempre me han llamado la atención su cara de perrillo travieso, esa cola que parece salida de la peluquería tras pasar el secador de pelo, y sus patitas negras.
Había un zorro que paseaba tranquilamente por los prados del llano de Babia y al que veía cada pocos meses, al atardecer o al amanecer. El último verano un raposo apareció muerto en la cuneta de la carretera más o menos por esa misma zona. Como no le he vuelto a ver, deduzco que fue él el desafortunado. Le echo de menos, la verdad, porque algo tan trivial como ver un raposo buscando alimento me alegraba el día.
Tampoco se me olvida aquel zorro que venía por el camino hacia mí, él subiendo y yo bajando, cerca de Corros y que, absorto en sus profundas cavilaciones, no se dio cuenta de mi presencia hasta que intenté sacar la cámara de fotos, ya a poca distancia. Igual fue el mismo que unos meses más tarde cometió el grave (y último) error de saltar el muro de la casa de Pepe, donde las mastinas, Chenoa y Leona, lo despacharon en un momento.
En Peña Ubiña había hace unos años un zorro casi estabulado, que comía prácticamente de la mano de la gente. Parece mentira cómo un animal que habitualmente sale disparado en cuanto siente a un ser humano a cientos de metros de distancia se puede volver tan atrevido. Pero supongo que si supiéramos realmente lo que es el hambre lo comprenderíamos.
P.D. Alguien que mató al zorro de la última foto decidió decorar un rebollo colgándolo de una de sus ramas